Antes de que naciera mi hija estaba muy consciente de que tendría que dejar, al menos por una temporada, mi rutina habitual para dedicarme a ella y adaptarme a la nueva experiencia de ser mamá.
Sin embargo, en mi cabeza yo aún creía que sería relativamente fácil regresar a mis actividades cotidianas una vez que ella tuviera, tal vez, tres, cuatro, cinco o hasta seis meses. Pero debo decirles que fallé rotundamente.
Y es que, tanto por motivos personales como por diferentes circunstancias sucedieron en mi vida en esa temporada (más allá del evidente cambiazo que significa ser mamá), sentí que cada vez me alejaba más de esas cosas que me hacían feliz y me apasionaban por tratar de hacer malabares entre mi vida maternal, mi vida laboral de freelance que trabaja desde casa y mi vida de pareja.
Por supuesto, empecé a sentirme deprimida y eso también comenzó a afectar la armonía familiar y, particularmente, a mi hija, quien también estaba más irritable, más ansiosa e incluso llegó a tener brotes de dermatitis atópica cuando yo tenía crisis emocionales. Y entonces yo me estresaba más y era el cuento de nunca acabar.
Así que fue evidente que tenía que volver a hacer algo que me hiciera sentir feliz. Y fue de esta manera como decidí volver al yoga después de algún tiempo de estar un poco alejada de ese mundo.
Poco a poco, fui sintiéndome más tranquila, más plena y más en contacto conmigo misma. Mi corazón estaba más lleno y mi mente más serena, por lo que me resultaba más sencillo lidiar con todo el caos de la maternidad cuando volvía a casa.
Pero si algo tengo que agradecer al yoga es que me hizo revalorar mis prioridades y recordar que, si quiero estar bien para otros, primero tengo que estar bien conmigo. Y todo comenzó con pequeñas actividades que fui incorporando a mi vida diaria con la firme convicción de no dejar de hacerlas (salvo en verdaderos casos de emergencia).
Primero fueron mis clases de yoga, luego intentar dormir y despertar más temprano (cosa que nunca había logrado naturalmente en mi vida), después comer mejor, posteriormente incluí unos minutos de meditación antes de arrancar con mis actividades y, por último, volví a leer todas las noches (aunque fueran dos páginas) antes de dormir. Y, sí, poco a poco la depresión se fue, empecé a sentirme más centrada, a organizarme mejor en el día, a estar menos irritable en el día a día y, sobre todo, a estar más en paz conmigo y con mi familia.
No digo que el yoga sea la solución para todos (aunque lo amo tanto que hasta me certifiqué como maestra de yoga este año), pero lo que sí creo es que es vital incorporar una rutina diaria en la que tú misma seas prioridad para poder estar bien y en armonía. Tal vez a algunos les funcione el yoga, a otras meditar, a otras escribir un diario o leer un libro, a otras ir a correr o salir a caminar o a bailar. Haz lo que te guste, pero nunca, nunca, nunca dejes de hacer aquello que de verdad amas.
Y para ti, ¿cuáles son las actividades que no pueden faltar en tu día para mantenerte cuerda en el caótico -y también increíble- mundo de la maternidad?