A veces, ves tan normal tu entorno que olvidas notar su belleza… Esto se me ocurrió por algo que acabo de vivir y siento que vale la pena reflexionar.
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A veces, ves tan normal tu entorno que olvidas notar su belleza
La mente es misteriosa, no se sabe mucho sobre ella, pero lo que se sabe es mínimo a comparación de todo lo secreto y maravilloso que hay en ella.
En nuestra rutina, hay cosas que vemos y hacemos, pasan a ser parte de lo ordinario, lo vemos a diario, nuestra mente almacena las imágenes, incluso, los pasos con los que podemos recorrer una casa.
Al igual que cuando entras a una habitación que tiene la luz apagada y sabes dónde está el apagador, basta estirar tu brazo para que tus dedos encuentren el botón casi de forma automática.
A veces, así se vive, dominando la rutina, vistiéndote en lo ordinario, moviéndote entre lugares conocidos, así de pronto, pero poco a poco, dejas de apreciar la belleza de tu entorno.
Esto lo entendí hace unas semanas cuando ayudé a una amiga a cambiarse de departamento, una amistad que ha crecido a mi lado, nos conocemos desde niñas, así que conoció la casa de mis padres.
Dejando las últimas cajas en el piso, giré la cabeza y vi que si nuevo espacio tiene una pequeña zotehuela, le dije que era encantadora.
Realmente me pareció una mini-azotea en donde la luz era hermosa, que igual le iba a funcionar de tendedero o podría ser el lugar ideal para una noche romántica.
Ella me dijo, «sí, me gusta mi zotehuela, fue uno de los motivos por los que decidí rentar aquí, porque cuando era niña, mi lugar favorito en el mundo era la azotea de casa de tus papás y siento que este espacio me lo recuerda».
Me quedé perpleja, recordé en un instante todas las tardes en las que jugamos en la azotea de casa de mis papás, correteándonos entre las sábanas tendidas recién lavadas que mi mamá acababa de poner el sol.
Tantas tardes de picnic con nuestras muñecas, tantos ocasos en los que mi mamá nos ponía unas cubetas con agua y nos ordenaba regar sus plantas.
Recordé las macetas de mi mamá, algunas de barro, otras más elegantes, pero también estaban las cubetas que habían sido un noble hogar para algunas hojas verdes.
Estaba el charco que siempre se formaba después de que mamá lavara a mano, el estanque pintado de azul que papá lavaba con regularidad, el lavadero de concreto, los lazos para tender, la sombra que caía sobre el piso y las banquitas de madera que papá improvisó en una noche de eclipse.
Sí, mi amiga tenía razón, la azotea de casa de mis papás era hermosa, tenía encanto, era acogedora, con esa barda de tabiques y el pasillo para la escalera.
Después cuando regresé a casa, me tiré exhausta a la cama, cerré los ojos y recordé cada detalle de esa azotea.
Había olvidado lo hermosa que era y creo que de niña, nunca lo reflexioné, sólo amaba estar ahí y la azotea siempre estaba ahí, se hizo ordinaria. Me acostumbré a su belleza que dejé de apreciarla y creo que eso no sólo pasa con los entornos, también con las personas.
Jamás imaginé que mi amiga llevará el recuerdo tan profundo, que ahora ella sería quien me recordaría lo hermoso de mi entorno, no era perfecto, pero era un espacio precioso.
Así que vive consciente de la belleza que te rodea, valora, observa, aprecia, atesora la belleza que está a tu alrededor.
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